La propuesta del presidente Gustavo Petro de convocar al pueblo como fuerza constituyente revive la esencia democrática de 1991 y proyecta un horizonte de transformación pacífica, social y soberana para el país
Hay momentos en la historia política de los pueblos que no nacen del ruido de las armas, sino del murmullo persistente de la gente. Colombia podría estar entrando en uno de esos momentos. La convocatoria del presidente Gustavo Petro a activar el poder constituyente no es una apuesta por el caos ni por la ruptura, sino una invitación a la madurez política, a reescribir desde la serenidad y la inclusión el contrato social que debe sostener la vida nacional.
Hablar de poder constituyente no es hablar de poder absoluto; es hablar del poder originario, aquel que reside en la ciudadanía cuando el sistema político se vuelve incapaz de transformarse por sí mismo.
En ese sentido, Petro no propone una revolución violenta, sino un acto de reconciliación democrática, donde el pueblo retoma la palabra que le fue arrebatada por la burocracia y los intereses de élite.
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De 1991 a 2026: el retorno del espíritu ciudadano
En 1991, Colombia vivió una de las gestas más esperanzadoras de su historia reciente. Una generación joven, hastiada de la violencia y del cierre político, irrumpió en la escena pública para exigir una nueva Constitución que diera cabida a la diversidad, la participación y los derechos.
Treinta y cuatro años después, ese mismo espíritu ciudadano parece renacer, esta vez con la convicción de que la democracia debe ser también justicia social.
La propuesta de Petro recoge esa herencia, pero la actualiza: el país de hoy no clama solo por derechos en el papel, sino por derechos en la práctica, por instituciones que cumplan y por un modelo económico que reparta las oportunidades con equidad.
La Asamblea Constituyente que plantea no es una demolición del Estado, sino una reinvención del pacto nacional, donde las reformas bloqueadas puedan transformarse en políticas de dignidad y bienestar.
Constituyentes que alumbraron nuevos comienzos
No es la primera vez que América Latina mira hacia el poder constituyente como salida civilizada a sus crisis sociales.
En Ecuador (2008), la Asamblea Constituyente dio vida a una Carta Magna que reconoció la naturaleza como sujeto de derechos, revolucionando la visión ecológica del desarrollo.
En Bolivia (2006–2009), la Constituyente encabezada por Evo Morales transformó la estructura del Estado y reconoció la pluralidad cultural e indígena como fundamento de la nación.
Ambas experiencias mostraron que las constituciones no deben ser monumentos estáticos, sino organismos vivos que evolucionan con las necesidades de los pueblos. Petro propone un camino similar: una revolución tranquila, donde la palabra reemplaza la bala, donde el diálogo reemplaza la imposición y donde la ciudadanía recupere su papel como autora del futuro.
Un país que madura cuando debate su destino
Las reacciones políticas ante la propuesta son diversas, y eso es natural. En toda democracia real, las constituyentes generan debate, incomodidad y esperanza a la vez. Lo importante no es el miedo al cambio, sino la voluntad de construirlo con reglas claras y participación plural.
La historia enseña que los pueblos que se atreven a debatir su destino son los que terminan conquistando su dignidad. Si la convocatoria de Petro logra encauzar ese espíritu colectivo, Colombia podría estar entrando en una nueva etapa de madurez política, donde el pueblo no solo elija gobiernos, sino que defina el marco ético, social y cultural de su convivencia.
El poder constituyente como pedagogía de la esperanza
En última instancia, el poder constituyente es una lección de confianza en la democracia.
Confianza en que los pueblos saben pensar, deliberar y crear. Confianza en que las transformaciones profundas no se imponen: se construyen, se dialogan y se acuerdan.
Si algo deja claro la propuesta de Petro, es que el cambio no siempre llega desde arriba. A veces llega desde las calles, las plazas y las comunidades que, con paciencia, reclaman su lugar en la historia.
Y cuando eso ocurre, no es una amenaza: es una oportunidad.
Una oportunidad para reconciliar al país con su destino, para convertir el descontento en construcción, y para recordar que la verdadera revolución es la que se hace con la palabra, la justicia y la vida.
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